Na página virtual
do jornal argentino Página /12, foi hoje
publicado um artigo assinado por um dos seus jornalistas, David Cuffré ─ “El proyecto para Brasil“─ que analisa os possíveis reflexos da crise brasileira na América Latina, com destaque para a
Argentina. É uma perspetiva que destaca um aspecto da crise que está longe de
ser secundário.
El proyecto para Brasil
Por David Cufré
“ El proyecto económico detrás de las manifestaciones
masivas de las últimas semanas contra el gobierno de Dilma Rousseff tiene como
uno de sus objetivos prioritarios desandar el camino de la integración
regional. En lugar de la alianza con Argentina, Uruguay, Paraguay y Venezuela,
una cúpula empresaria de Brasil quiere reemplazar al Mercosur por acuerdos de
libre comercio con la Unión Europea y Estados Unidos, sin restricciones ni
condicionamientos de los antiguos socios sudamericanos. La movida es alimentada
por los grandes medios de comunicación, que transmiten un mensaje monolítico a
favor de profundizar las políticas neoliberales. Describen al bloque regional
como un lastre, que impide al país despegar hacia el mundo. También le
atribuyen una cuota de responsabilidad en la crisis económica, que cada vez es
más grave. La salida, dicen, es apostar a nuevos socios comerciales para
aumentar las exportaciones, al mismo tiempo que se avanza con señales hacia los
mercados financieros, como un ajuste fiscal más severo, la anulación de
impuestos al patrimonio, la suba de la edad jubilatoria, el arancelamiento de
la salud, una reforma para achicar el Estado y la venta de activos públicos,
como edificios y tierras de las fuerzas armadas. Todo ello debería seducir a
capitales extranjeros para invertir en el país. Los actores sociales que
impulsan esa vuelta de tuerca ortodoxa son los mismos que en Argentina sueñan
con un modelo agroexportador, de apertura comercial y desregulación financiera
y cambiaria: grandes productores agropecuarios, especialmente de soja y ganado
(Brasil se ha convertido en una potencia mundial en ambos casos), sectores
vinculados a la banca internacional; el establishment industrial con compañías
globales, y una clase media y media alta de grandes ciudades que a pesar de
haber sumado ingresos con los gobiernos del PT, no logra convivir con las
clases populares que ascendieron gracias a las políticas de redistribución.
Una
diferencia sustancial entre Brasil y la Argentina, que agrava las cosas, es que
los gobiernos de Lula y Dilma nunca rompieron con el paradigma neoliberal. El
país vecino no tuvo un 2001/2002 que enterrara a los años ’90 en el descrédito.
Los avances sociales se produjeron gracias a políticas específicas, como el
Bolsa Familia, y a la promoción del consumo y el empleo en las etapas de auge
económico, promovidas por la suba de los precios internacionales de las
materias primas. A eso se suma que el segundo mandato de Dilma arrancó el 1º de
enero pasado echando por la borda promesas electorales desarrollistas y
nombrando en su gabinete a referentes del proyecto neoliberal del agro y de la
banca: Joaquim Levy en Hacienda, doctorado en Chicago, ex funcionario del FMI y
director del Banco Bradesco hasta 2014, y Catia Abreu en Agricultura, ex
presidenta de la Confederación Nacional de la Agricultura, la Sociedad Rural
brasileña. Esta última dijo en junio, en una reunión en Bruselas con la Unión
Europea, que Brasil debería firmar un acuerdo de libre comercio con ese bloque
sin esperar el consentimiento del Mercosur. El sacudón obligó al gobierno de
Rousseff a bajarle el tono, pero la propuesta reapareció la semana pasada por
parte del presidente del Senado, Renan Calheiros, uno de los líderes del PMDB,
quien hasta ahora mantenía una alianza con el PT pero que en este momento luce
al borde de la fractura.
Calheiros
se reunió con Levy y le presentó una carta de veinte puntos con los postulados
neoliberales, algunos de los cuales se mencionaron más arriba: reducción del
impuesto a la herencia, achicamiento del Estado, reforma laboral,
flexibilización regulatoria para el sector de la minería, creación de una
institución autónoma encargada de auditar la política fiscal, incentivos a la
repatriación de capitales y nuevas exigencias para cobrar planes sociales,
entre otros. Uno de los puntos dice textualmente: “Acabar con la unión aduanera
del Mercosur a fin de posibilitar que Brasil pueda firmar acuerdos bilaterales
sin depender del apoyo de los demás miembros del bloque regional”.
La
canciller alemana, Angela Merkel, fue recibida anteayer por Dilma en Brasilia
con honores de Estado, propios de la jerarquía de la visitante, pero también
reflejo del momento político y de las presiones económicas que se viven en el
principal socio comercial de la Argentina. La virtual jefa de la Unión Europea
sostuvo: “Hay empresas alemanas que quieren y están dispuestas a invertir en
Brasil, pero para ello se necesitan condiciones de inversión confiables”. La
traducción del idioma diplomático a hechos concretos es dejar de lado la
integración latinoamericana para afianzar nuevos lazos con las grandes
potencias occidentales.
Eduardo
Crespo, prestigioso profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro,
analiza con su mirada argentina el proceso brasileño. Considera que los
movimientos desestabilizadores contra el Gobierno que se expresaron en las
marchas –de perfil “cacerolero”, con una potencia y una masividad nunca antes
vistas para la sociedad brasileña– tienden a replegarse. Esto es así, estima,
porque el poder económico y buena parte del poder político en la oposición
prefieren que Dilma haga el trabajo sucio. Es decir, que implemente aquellos
veinte puntos de cepa neoliberal, vaya para atrás con el Mercosur y cierre
acuerdos con Europa y Estados Unidos. Y mientras tanto, la seguirán desgastando
con las causas de corrupción, a ella y a su eventual sucesor, Lula da Silva. En
2018, la oposición tendría el camino allanado para ganar las elecciones, y el
PT quedaría como responsable de la crisis ante la sociedad.
Algo
de eso ya se vio con la estigmatización que está haciendo la prensa dominante
–mucho menos plural que la argentina– del ex ministro de Hacienda Guido
Mantega. El funcionario asumió con Lula en marzo de 2006 y permaneció hasta el
final del primer mandato de Dilma, el 31 de diciembre último. Su gestión, como
ya se dijo, mantuvo la impronta ortodoxa en términos fiscales, monetarios y
cambiarios, aunque en comparación con su antecesor, Antonio Palocci, y su
sucesor, Levy, parece un moderado. Eso les basta a los grandes medios para
tildarlo de heterodoxo –aunque esté a años luz de Kicillof, para medirlo con la
vara nacional– y culparlo de todos los males. “Levy tiene que arreglar los desastres
que dejó Mantega”, instalan diarios y canales de televisión. No importa que el
violento ajuste fiscal que impuso el actual ministro haya hundido a una
economía que ya venía en caída, la responsabilidad se atribuye al “heterodoxo”
Mantega.
En
esa línea, hay sectores empresarios que aspiran a forzar una privatización de
Petrobras, conmocionada por las denuncias de corrupción. Grandes petroleras del
exterior están igualmente detrás de esa presa.
Por ahora no surgió en Brasil una reacción popular en
defensa de sus intereses, y no será fácil que ocurra porque el partido político
que solía representarlos, el PT, está embanderado con las políticas de ajuste.
El panorama, así, es sombrío para el proyecto que cobró fuerza hace más de una
década en Mar del Plata, cuando la región le dijo no al ALCA y avanzó en su
integración. Será un desafío para Daniel Scioli, si se impone en las
elecciones, convivir con un Brasil que en lugar de mostrarse como aliado tiene
vocación de afianzar otras relaciones. Y si el ganador es Macri, los sueños de
un proyecto nacional, popular y latinoamericano quedarán nuevamente en stand
by. Ese es el proyecto que el establishment brasileño, Europa y Estados Unidos
tienen para la verde-amarela
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