EDGAR MORIN E
O FUTURO
O universitário italiano Nuccio
Ordine entrevistou
sobre a crise atual, para o jornal italiano CORRIERE DE LA SERA, o pensador francês
EDGAR MORIN. Esta conversa foi
difundida no passado dia 11 de abril pelo jornal espanhol EL PAÍS.
Vamos reproduzi-la de seguida em língua espanhola.
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Como nos diz Edgar Morin:
“Vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre
los pueblos”
El filósofo
francés reflexiona a sus 98 años sobre los efectos de la epidemia de
coronavirus y alerta contra los peligros del darwinismo social y la destrucción
del tejido público en sanidad y educación
La unificación técnico-económica
del mundo que trajo el capitalismo agresivo en los años noventa ha generado una
enorme paradoja que la emergencia
del coronavirus ha hecho ahora visible para
todos: esta interdependencia entre los países, en lugar de favorecer un real
progreso en la conciencia y en la comprensión de los pueblos, ha desatado
formas de egoísmo y de ultranacionalismo. El virus ha desenmascarado esta
ausencia de una auténtica conciencia planetaria de la humanidad”. Edgar Morin
habla con su habitual pasión por Skype. Él, como millones de europeos, se
encuentra confinado en su casa del sur de Francia, en Montpellier, con su
esposa.
Está considerado como uno de los
filósofos contemporáneos más brillantes; a los 98 años (el 8 de julio cumplirá
99) Morin lee, escribe, escucha música y mantiene contacto con amigos y parientes.
Sus ganas de vivir demuestran con fuerza el drama de un azote que está
aniquilando a miles de ancianos y de enfermos con patologías previas. “Sé bien
—dice con tono irónico— que podría ser la víctima por excelencia del
coronavirus. A mi edad, sin embargo, la muerte está siempre al acecho. Por lo
tanto es mejor pensar en la vida y reflexionar sobre lo que pasa”.
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Pregunta. La mundialización
de la que habla ha creado un gran mercado global que, a través de la tecnología
más avanzada, ha reducido considerablemente las distancias entre continentes.
Pero esta reducción de las distancias no ha favorecido un diálogo entre los pueblos.
Al contrario, ha fomentado el relanzamiento del cierre identitario en sí mismo,
alimentando un peligroso soberanismo.
Respuesta. Vivimos en un gran mercado planetario que no ha sabido suscitar
sentimientos de fraternidad entre los países. Ha creado, de hecho, un miedo
generalizado al futuro. Y la pandemia del coronavirus ha iluminado esta
contradicción haciéndola aún más evidente. Me hace pensar en la gran crisis
económica de los años treinta, en la que varios países europeos, Alemania e
Italia sobre todo, abrazaron el ultranacionalismo. Y, pese a que falte la
voluntad hegemónica de los nazis, hoy me parece indiscutible este cierre en sí
mismos. El desarrollo económico-capitalístico, entonces, ha desatado los
grandes problemas que afectan nuestro planeta: el deterioro de la biosfera, la
crisis general de la democracia, el aumento de las desigualdades y de las
injusticias, la proliferación de los armamentos, los nuevos autoritarismos
demagógicos (con Estados Unidos y Brasil a la cabeza). Por eso, hoy es necesario
favorecer la construcción de una conciencia planetaria bajo su base
humanitaria: incentivar la cooperación entre los países con el objetivo
principal de hacer crecer los sentimientos de solidaridad y fraternidad entre
los pueblos.
La experiencia nos enseña que todas las graves crisis pueden incrementar
fenómenos de cierre y de angustia: la caza al infractor o la necesidad de un
chivo expiatorio, a menudo identificado con el extranjero o el migrante
P. Intentemos
analizar esta contradicción en una escala reducida, tomando en consideración el
microcosmos de las relaciones personales. La incursión del virus ha puesto en
crisis la ideología de fondo que ha dominado las campañas electorales en estos
últimos años: eslóganes como “America First”, “La France d’abord”, “Prima
gli italiani”, “Brasil acima du tudo” han ofrecido una imagen
insular de la humanidad, en la que cada invididuo parecer ser una isla separada
de las otras (utilizando la bonita metáfora de una meditación de John Donne).
En cambio, la pandemia ha mostrado que la humanidad es un único continente y
que los seres humanos están ligados profundamente los unos a los otros. Nunca
como en este momento de aislamiento (lejos de los afectos, de los amigos, de la
vida comunitaria) estamos tomando conciencia de la necesidad del otro. “Yo me
quedo en casa” significa no solo protegernos a nosotros mismos sino también a
los otros individuos con los que formamos nuestra comunidad.
R. Así es. La emergencia del virus y
las medidas que nos obligan a quedarnos en casa han terminado por estimular
nuestro sentimiento de fraternidad. En Francia, por ejemplo, cada noche tenemos
una cita en nuestras ventanas para aplaudir a nuestro médicos y al personal
hospitalario que, en primera línea, asiste a los enfermos. Me he emocionado, la
semana pasada, cuando he visto en televisión, en Nápoles y en otras ciudades
italianas, a las personas asomarse a los balcones para cantar juntas el himno
nacional o para bailar al ritmo de las canciones populares. Pero está también
la otra cara de la moneda. La experiencia nos enseña que todas las graves
crisis pueden incrementar fenómenos de cierre y de angustia: la caza al
infractor o la de necesidad un chivo expiatorio, a menudo identificado con el
extranjero o el migrante. Las crisis pueden favorecer la imaginación creativa
(como ocurrió con el New Deal) o provocar regresión.
P. ¿Alude también
a la Europa que frente a la emergencia sanitaria ha revelado, una vez más, su
incapacidad de programar estrategias comunes y solidarias?
R. Por supuesto. La pseudo Europa de
los banqueros y de los tecnócratas ha masacrado en estas décadas los auténticos
ideales europeos, cancelando cada impulso hacia la construcción de una
conciencia unitaria. Cada país está gestionando la pandemia de manera independiente,
sin una verdadera coordinación. Esperemos que de esta crisis pueda resurgir un
espíritu comunitario capaz de superar los errores del pasado: desde la gestión
de la emergencia de los migrantes hasta el predominio de las razones
financieras sobre las humanas, desde la ausencia de una política internacional
europea a la incapacidad de legislar en la materia fiscal.
P. ¿Cual ha sido
su reacción frente al primer discurso de Boris Johnson, al despiadado cinismo
con el que ha invitado a los ciudadanos británicos a prepararse a los miles de
muertos que el coronavirus provocaría y a aceptar los principios del darwinismo
social (la supresión de los más débiles)?
R. Un ejemplo claro de cómo la razón
económica es más importante y más fuerte que la humanitaria: la ganancia vale
mucho más que las ingentes pérdidas de seres humanos que la epidemia puede
infligir. Al fin y al cabo, el sacrificio de los más frágiles (de las personas
ancianas y de los enfermos) es funcional a una lógica de la selección natural.
Como ocurre en el mundo del mercado, el que no aguanta la competencia es
destinado a sucumbir. Crear una sociedad auténticamente humana significa
oponerse a toda costa a este darwinismo social.
P. El presidente
Macron ha utilizado la metáfora de la guerra para hablar de la pandemia.
¿Cuáles son las afinidades y las diferencias entre un verdadero conflicto
armado y lo que estamos viviendo?
R. Yo, que he vivido la guerra, conozco bien los mecanismos. Primero, me
parece evidente una diversidad: en guerra, las medidas de confinamiento y toque
de queda son impuestas por el enemigo; ahora en cambio es el Estado el que lo
impone contra el enemigo. La segunda reflexión tiene que ver con la naturaleza
del adversario: en una guerra es visible, ahora es invisible. También para
aquellos como yo, que han participado en la resistencia, la analogía podría
funcionar igualmente: para los partisanos la Gestapo era como un virus, porque
se metia en cualquier lado, porque todo lo que estaba alrededor de nosotros
habría podido tener oído para informar y denunciar. Ahora no sé si este periodo
de confinamiento durará el tiempo suficiente para provocar restricciones que
podrían recordar el racionamiento de la comida y los comercios ocultos del
mercado negro. Pienso, y espero, que no. De todos modos, no creo que utilizar
la metáfora de la guerra pueda ser más útil para comprender esta resistencia a
la epidemia.
P. A propósito de
la solidaridad humana: ¿no le parece que los científicos en este momento están
promocionando una colaboración internacional para buscar la derrota del virus?
¿La llegada de médicos chinos y cubanos en el norte de Italia no es una señal
de esperanza?
R. Esto es indiscutiblemente
positivo. La red planetaria de investigadores testifica un esfuerzo hacia un
bien común universal que cruza las fronteras nacionales, los idiomas, el color
de la piel. Pero no se deben infravalorar los fenómenos de cohesión nacional:
estar, lo recordaba antes, alrededor de los operadores sanitarios que trabajan
en los hospitales. Muchos, sin embargo, son dejados fuera de estas nuevas
formas de agregación solidaria: personas solas, ancianos y familias pobres no
conectadas a la Red, sin contar a los que viven en la calle porque no tienen
una casa. Si este régimen durara por un periodo largo, ¿cómo seguiríamos
cultivando la relaciones humanas y cómo conseguiríamos tolerar las privaciones?
P. Me gustaría que abordáramos otra vez el tema de la
ciencia. Después del desastre de la Segunda Guerra Mundial, las primeras
relaciones entre Israel y Alemania se produjeron a través de los científicos.
El año pasado, mientras visitaba el Cern de Ginebra con Fabiola Gianotti, vi
alrededor de una mesa investigadores que procedían de países en conflicto entre
ellos. ¿No piensa que la investigación científica de base, la que no espera
ganar nada, pueda contribuir a promocionar en esta emergencia de la pandemia un
espíritu de fraternidad universal?
R. Claro que sí. La ciencia puede
desempeñar un papel importante, pero no decisivo. Puede activar un diálogo
entre los trabajadores de diferentes países que en este momento trabajan para
crear una vacuna y producir fármacos eficaces. Pero no se debe olvidar que la
ciencia es siempre ambivalente. En el pasado, muchos investigadores han
trabajado al servicio del poder y de la guerra. Dicho esto, yo confío mucho en
esos científicos creativos y llenos de imaginación que ciertamente sabrán
promocionar y defender una investigacion cientifica solida y al servicio de la
humanidad.
La red planetaria de investigadores testifica un esfuerzo hacia un bien
común universal que cruza las fronteras nacionales, los idiomas, el color de la
piel
P. Entra las
emergencias que la epidemia ha evidenciado está sobre todo la sanitaria. En
algunos países europeos, los Gobiernos han debilitado progresivamente los
hospitales con sustanciales recortes de recursos. La escasez de médicos,
enfermeros, camas y equipamientos han mostrado una sanidad pública enferma.
R. No hay duda de que la sanidad
tenga que ser pública y universal. En Europa, en las últimas décadas, hemos
sido víctimas de las directivas neoliberales que han insistido en una reducción
de los servicios públicos en general. Programar la gestión de los hospitales
como si fueran empresas significa concebir los pacientes como mercancía
incluida en un ciclo productivo. Esto es otro ejemplo de cómo una visión puramente
financiera pueda producir desastres bajo el punto de vista humano y sanitario.
P. La sanidad y la educación constituyen los
dos pilares de la dignidad humana (el derecho a la vida y el derecho al
conocimiento) y las bases del desarrollo económico de un país. El sistema
educativo también ha sufrido recortes terribles en estas décadas.
R. La sanidad y la educación, bajo
este punto estoy de acuerdo con lo que ha escrito en sus libros, no pueden ser
gestionados por una lógica empresarial. Los hospitales o las escuelas y las
universidades no pueden generar ganancia económica (¡no deberían vender
productos a los clientes que los compran!), pero deben pensar en el bienestar
de los ciudadanos y en formar, como decía Montaigne, “teste ben fatte”. Se debe
reencontrar el espíritu del servicio público que en estas décadas ha sido
fuertemente reducido.
P. Ahora, con las
escuelas y las universidades cerradas, se hace necesario recurrir a la
enseñanza a distancia para mantener vivas las relaciones entre profesores y
estudiantes.
R. Gracias a la tecnología se puede
conseguir no romper el hilo de la comunicación. También la televisión en
Francia se está organizando para ofrecer programas a los estudiantes de los
institutos. Pero la cuestión, como bien sabe, es de fondo: en diferentes libros
míos he puesto en evidencia los límites de nuestro sistema de enseñanza. Pienso
que no se adaptó a la complejidad que vivimos desde el punto de vista personal,
económico y social. Tenemos una conciencia dividida en compartimentos estancos,
incapaz de ofrecer perspectivas unitarias e inadecuada para enfrentar de manera
concreta los problemas del presente. Nuestros estudiantes no aprenden a medirse
con los grandes desafíos existenciales, tampoco con la complejidad y la incertidumbre
de una realidad en constante mutación. Me parece importante prepararse para
entender las interconexiones: cómo una crisis sanitaria puede provocar una
crisis económica que, a su vez, produce una crisis social y, por último,
existencial.
P. Algunos decanos
y algunos profesores han considerado la experiencia de la pandemia como una
ocasión para relanzar la enseñanza telemática. Pienso que es necesario recordar
que ninguna plataforma digital puede cambiar la vida de un alumno. ¿Así no se
corre el riesgo de denigrar la importancia esencial de las clases en las aulas
y del encuentro humano entre profesor y estudiante?
R. Se debe distinguir la excepcionalidad impuesta por el virus de las
condiciones normales. Ahora no tenemos elección. Pero conservar el contacto
humano, directo, entre profesores y alumnos es fundamental. Solo un profesor
que enseña con pasión puede influir realmente en la vida de sus estudiantes. El
papel de la enseñanza es sobre todo el de problematizar, a través de un método
basado en preguntas y respuestas capaz de estimular el espíritu crítico y
autocrítico de los alumnos. Desde la infancia, los estudiantes tienen que dejar
rienda suelta a su curiosidad, cultivando la reflexión crítica. Enseñar es una
misión, como la que están cumpliendo ahora los médicos: se trata, en cualquier
caso, de ocuparse de vidas humanas, de personas, de futuros ciudadanos.
P. El virus ha
conseguido hacer explotar también los límites de la rapidez. El confinamiento
en nuestras casas nos ha ayudado a redescubrir la importancia de la lentitud
para reflexionar, para entender, para cultivar los afectos.
R. Me parece indiscutible. La
epidemia, con las restricciones que ha generado, nos ha obligado a realizar una
saludable desaceleración. Yo mismo he notado un fuerte cambio en mi ritmo
cotidiano: ya no es cronometrado y jalonado como lo era antes. Cuando dejé
París para vivir en Montpellier ya noté un notable cambio en el desarrollo de
mis jornadas. Ahora, con mayor conciencia, me estoy (nos estamos) reapropiando
del tiempo. Bergson había entendido bien la diferencia entre el tiempo vivido
(el interior) y el tiempo cronometrado (el exterior). Reconquistar el tiempo
interior es un desafío político, pero también ético y existencial.
P. Precisamente ahora
nos damos cuenta de que leer libros, escuchar música, admirar obras de arte es
la manera mejor de cultivar nuestra humanidad.
R. Sin duda. El confinamiento está
haciendo que nos demos cuenta de la importancia de la cultura. Una ocasión —a
través de estos saberes que nuestra sociedad ha llamado injustamente “inútiles”
porque no producen ganancias— para comprender los límites del consumismo y de
la carrera sin pausa hacia el dinero y el poder. Habremos aprendido algo en
estos tiempos de pandemia si sabemos redescubrir y cultivar los auténticos
valores de la vida: el amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad.
Valores esenciales que conocemos desde siempre y que desde siempre, desafortunadamente,
terminamos por olvidar.
[Transcrito de uma página virtual do jornal espanhol
El Pais, que havia sido traduzida do ©
Corriere della Sera]